En la vida las cosas buenas
suceden como una reacción en cadena. Como las figuras que se arman con las
piezas de dominó. Uno se tiene que tomar el trabajo, con esfuerzo y paciencia,
de colocarlas de pie, una por una, cada cual pegada a la otra sin que ninguna
se caiga, y así ir armando el camino del dibujo. Y uno también tiene que tener
la fuerza y capacidad de cálculo direccional necesarias y justas para empujar
sabiamente la primera piecita en el momento indicado. Ni un proceso ni el otro
son fáciles, ni instantáneos, ni suceden automáticamente. Pero una vez que cae
la primera pieza, comienza la magia. Y ahí uno solo tiene que relajarse y
disfrutar del espectáculo.
La costumbre
Ya había pasado el primer tiempo correspondiente
sin verla. Y había pasado el correspondiente llamado para juntarse y volver a
hablar. El café para decirse la mitad de las cosas buenas que se hubieran
querido decir, y el doble de las cosas malas que querían en realidad decirse. La
correspondiente mudanza que dejaba atrás la casa y el barrio compartido. La erradicación
de cartas, fotos, objetos, recuerdos.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de no
poder levantarse de la cama, de no poder trabajar, de fumar marihuana hasta
perderse, de bañarse lo mínimo indispensable, de jamás perfumarse, de adelgazar
varios kilos, de masturbarse cada noche pensando en ella para terminar
llorando, sintiendo tanto vacío como odio.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de
buscarse un nuevo trabajo, un nuevo grupo de amigos, una nueva rutina cada día,
y nuevos gustos bien distintos. Ya habían pasado los correspondientes momentos
de revancha, de comer lo que con ella no podía, de ir a los lugares que ella no
quería, de escuchar la música que a ella no le gustaba, de fumar todo lo que tuviera
ganas sin aguantar su cara de asco, de decir lo que quisiera y de no decir lo
que no quisiera sin que ella juzgase.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de no querer
acostarse con otra, y el tiempo correspondiente de querer acostarse con todas (y
con ninguna en particular). Ya había pasado el tiempo de no creer más en el
amor, y el tiempo de volver a creer en él. El tiempo correspondiente de soñarla
todas las noches. El tiempo correspondiente de preguntar por ella en todos
lados. Y el tiempo correspondiente de no querer saber nada.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de pasar
cerca de su casa caminando despacito, y el tiempo de pasar corriendo (y solo si
era necesario). El tiempo correspondiente de temer verla en cada esquina, y el
tiempo de la indiferencia. El tiempo correspondiente de desearla y extrañarla sin
razón, y el tiempo de detestarla con fuerza. El tiempo de mirarla en todas las
caras, y el tiempo de ni recordarle los gestos. Las correspondientes noches de soltería
pensando que su vida era fabulosa, y las correspondientes noches de soledad
pensando que la ausencia era aplastante.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de los ataques
de angustia en la calle, en el colectivo, en el supermercado, en el banco, y en
los centros de atención al cliente de las empresas de telefonía celular. Ya
había pasado el tiempo correspondiente de terapia, de Psicoanálisis, de
Bioenergética, de Reiki, de Acupuntura, de Raja Yoga y de Shiatsu Zen.
Ya había pasado todo el tiempo correspondiente. Ya
había pasado el tiempo. Y así, ya había vuelto a ser quien era. Ser quien era, sin
ella. Sin ella en la mesa, en la cama, en el baño, en el teléfono, de su mano
en el colectivo. Sin ella en los cumpleaños y fiestas. Sin ella en todas las
cartas que escribía. Sin ella en todas las redes informáticas. Sin ella en sus
sueños. Sin ella en todo, siempre.
Ya había pasado el tiempo, pero había algo que no
pasaba. Algo que se había vuelto costumbre, casi inconciente, como meter los
dedos en las bolsas de arroz recién abiertas, o golpear la puerta del baño
antes de entrar aunque no hubiera nadie, o chupar la colilla del cigarrillo
antes de llevársela a la boca, o apagar la luz para ducharse, o persignarse sin
pensarlo frente al Congreso Nacional, o enrollar los boletos de colectivo, o
memorizar la patente de los taxis que se tomaba, o enjuagar las botellas de
vino antes de tirarlas.
La costumbre era que cada vez que entraba a una perfumería
y veía de casualidad la colonia que usaba ella, destapaba una y la olía un
rato. Y entonces todo volvía. Su pelo lacio largo y negro. El hueco entre el
hombro y el cuello donde le apoyaba la boca cuando la abrazaba. La pelusita
blanca y casi invisible en los lóbulos de sus orejas. Los dos hoyuelos en su
espalda a la altura del sacro, que asomaban tímidos cuando levantaba los
brazos. La ropa limpia doblada
prolijamente en su cajón. Sus párpados hinchados mientras dormía. Los besos de buen día recién duchada y con la frente todavía
húmeda. Sus dedos. Su nombre. Su piel. Con ese olor volvía ella. Ella y todos
sus olores, y los recuerdos que dormían en esos olores.
Cuando empezaba la nostalgia, cerraba la colonia y
la dejaba otra vez en el estante correspondiente. Así los recuerdos volvían a
sus lugares correspondientes, sin doler. Así todo quedaba en su correspondiente
orden, sin molestar. Y así volvía a ser quien era. Ser sin ella, y sin querer.
Indicaciones para cruzar el río
Para cruzar el río hay que, antes de todo, querer cruzarlo. Para eso hay que mirar la otra orilla, o por lo menos tener la confianza de que, aunque nuestros sentidos no la sugieran, está.
Después hay que animarse a tirarse. Y entonces, tirarse. Hay que mojarse, sumergirse, enfriarse. Hay que luchar contra la corriente natural del río. Hay que ejercitar respirar, y no respirar. Hay que acalambrarse, cansarse, frustrarse, desesperarse, hundirse, sentirse morir y abandonarse.
Pero después hay que saber que se puede seguir, y volver a mirar la otra orilla, o por lo menos, tener la confianza de que, aunque nuestros sentidos no la sugieran, está.
Hay que entender que tal vez este río es parecido a otros ríos que ya cruzamos, pero no por eso va a costarnos menos.
Entonces hay que recuperarse, resistir, aprender a flotar, aprender a moverse, aprender a usar la fuerza del río a nuestro favor, aprender a soportar el frío, aprender a sortear los remolinos. Y hay que nadar, nadar y nadar.
Hay que comprender que no hay un tiempo estimado para cruzar, y tal vez no dependa de nuestra voluntad ni vitalidad, sino del antojo del río mismo.
Hay que saber que cuánto más cerca está la nueva orilla, más nos costará alcanzarla.
Pero llegaremos. Y cuando lleguemos hay que agarrarse fuerte a la orilla, y arrastrarse sobre ella sin dejar que el agua nos chupe otra vez el cuerpo.
Y hay que levantarse, y sentir la tierra firme bajo los pies.
Hay que mirar el suelo y reconocerlo, y mirar el río y reconocerlo, y mirar la orilla que dejamos y reconocerla.
Hay que abandonar los mareos y los síndromes de abstinencia, los síntomas post-traumáticos y el miedo al éxito.
Hay que darle la espalda al río, con su fuerza, su frío, su turbulencia, sus remolinos y sus mareos.
Y hay que echarse a andar.
Después hay que animarse a tirarse. Y entonces, tirarse. Hay que mojarse, sumergirse, enfriarse. Hay que luchar contra la corriente natural del río. Hay que ejercitar respirar, y no respirar. Hay que acalambrarse, cansarse, frustrarse, desesperarse, hundirse, sentirse morir y abandonarse.
Pero después hay que saber que se puede seguir, y volver a mirar la otra orilla, o por lo menos, tener la confianza de que, aunque nuestros sentidos no la sugieran, está.
Hay que entender que tal vez este río es parecido a otros ríos que ya cruzamos, pero no por eso va a costarnos menos.
Entonces hay que recuperarse, resistir, aprender a flotar, aprender a moverse, aprender a usar la fuerza del río a nuestro favor, aprender a soportar el frío, aprender a sortear los remolinos. Y hay que nadar, nadar y nadar.
Hay que comprender que no hay un tiempo estimado para cruzar, y tal vez no dependa de nuestra voluntad ni vitalidad, sino del antojo del río mismo.
Hay que saber que cuánto más cerca está la nueva orilla, más nos costará alcanzarla.
Pero llegaremos. Y cuando lleguemos hay que agarrarse fuerte a la orilla, y arrastrarse sobre ella sin dejar que el agua nos chupe otra vez el cuerpo.
Y hay que levantarse, y sentir la tierra firme bajo los pies.
Hay que mirar el suelo y reconocerlo, y mirar el río y reconocerlo, y mirar la orilla que dejamos y reconocerla.
Hay que abandonar los mareos y los síndromes de abstinencia, los síntomas post-traumáticos y el miedo al éxito.
Hay que darle la espalda al río, con su fuerza, su frío, su turbulencia, sus remolinos y sus mareos.
Y hay que echarse a andar.
Big Bang
Dice la Teoría del Bing Bang que este universo era una aceituna bien pesada que explotó y se hizo polvo que empezó a mezclarse con vacío, y de ese polvo se hicieron las estrellas y las personas, y dice que todavía estamos en la resaca de esa explosión porque seguimos esparciéndonos desde el centro hacia fuera.
-El espacio está en expansión- dicen los astrofísicos que saben.
Pero yo creo que este universo todavía se esta desperezando, y se estira y bosteza y se estira, porque acaba de despertarse, y todavía le queda mucho por andar en este día.
-El espacio está en expansión- dicen los astrofísicos que saben.
Pero yo creo que este universo todavía se esta desperezando, y se estira y bosteza y se estira, porque acaba de despertarse, y todavía le queda mucho por andar en este día.
Tambores
Si escuchas un ensamble bien numeroso de tambores, cajones, accesorios, y cualquier otro instrumento de percusión, haciendo mucho ruido y en un lugar cerrado, te parece que los tambores te hablan. Un coro de fantasmas corona paredes y techos, y pensás que son los que tocan que al mismo tiempo están cantando. Escuchás vocales largas, cortas, y moduladas con melodía. Diptongos y hiatos, agudos y graves, vibrantes y bien definidos, y guturales y casi imperceptibles. Puede que te sugieran ser cantos de invocación a quién sabe qué divinidad de la percusión.
-Es el retumbe de los armónicos- dicen los tamboreros que saben.
Pero yo creo que son los espíritus de un montón de nenes, negritos y con el pelo en mota, vestidos de dorado y riéndose muy fuerte. Un montón de africanitos, que al vernos tan blancos, jugando a tocar, se ríen y nos recuerdan que todo tambor y todo ritmo, son suyos primero.
-Es el retumbe de los armónicos- dicen los tamboreros que saben.
Pero yo creo que son los espíritus de un montón de nenes, negritos y con el pelo en mota, vestidos de dorado y riéndose muy fuerte. Un montón de africanitos, que al vernos tan blancos, jugando a tocar, se ríen y nos recuerdan que todo tambor y todo ritmo, son suyos primero.
29 de noviembre de 2011 - una mañana de silencio
Anoche soñé con Gustavo.
Tenía los ojos abiertos, y reía, y volvía a cantar.
Estaba sentado en la mesa de un bar muy bonito, en un barrio muy fino de la ciudad.
¿Ya te despertaste?, le preguntaba yo.
Y él sin entender mi pregunta se pedía un café y se dejaba admirar.
Tenía los ojos abiertos, y reía, y volvía a cantar.
Estaba sentado en la mesa de un bar muy bonito, en un barrio muy fino de la ciudad.
¿Ya te despertaste?, le preguntaba yo.
Y él sin entender mi pregunta se pedía un café y se dejaba admirar.
Idea
No soy hecha
dentro de entrañas
ni en sangre
ni de pus
ni con células.
Soy hecha
dentro de una Mente
que al pensarme me da vida
desde siempre
para siempre.
Soy una idea
infinita y perfecta
y por eso no enfermo
ni me muero
ni me voy.
dentro de entrañas
ni en sangre
ni de pus
ni con células.
Soy hecha
dentro de una Mente
que al pensarme me da vida
desde siempre
para siempre.
Soy una idea
infinita y perfecta
y por eso no enfermo
ni me muero
ni me voy.
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