La costumbre

Ya había pasado el primer tiempo correspondiente sin verla. Y había pasado el correspondiente llamado para juntarse y volver a hablar. El café para decirse la mitad de las cosas buenas que se hubieran querido decir, y el doble de las cosas malas que querían en realidad decirse. La correspondiente mudanza que dejaba atrás la casa y el barrio compartido. La erradicación de cartas, fotos, objetos, recuerdos.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de no poder levantarse de la cama, de no poder trabajar, de fumar marihuana hasta perderse, de bañarse lo mínimo indispensable, de jamás perfumarse, de adelgazar varios kilos, de masturbarse cada noche pensando en ella para terminar llorando, sintiendo tanto vacío como odio.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de buscarse un nuevo trabajo, un nuevo grupo de amigos, una nueva rutina cada día, y nuevos gustos bien distintos. Ya habían pasado los correspondientes momentos de revancha, de comer lo que con ella no podía, de ir a los lugares que ella no quería, de escuchar la música que a ella no le gustaba, de fumar todo lo que tuviera ganas sin aguantar su cara de asco, de decir lo que quisiera y de no decir lo que no quisiera sin que ella juzgase.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de no querer acostarse con otra, y el tiempo correspondiente de querer acostarse con todas (y con ninguna en particular). Ya había pasado el tiempo de no creer más en el amor, y el tiempo de volver a creer en él. El tiempo correspondiente de soñarla todas las noches. El tiempo correspondiente de preguntar por ella en todos lados. Y el tiempo correspondiente de no querer saber nada.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de pasar cerca de su casa caminando despacito, y el tiempo de pasar corriendo (y solo si era necesario). El tiempo correspondiente de temer verla en cada esquina, y el tiempo de la indiferencia. El tiempo correspondiente de desearla y extrañarla sin razón, y el tiempo de detestarla con fuerza. El tiempo de mirarla en todas las caras, y el tiempo de ni recordarle los gestos. Las correspondientes noches de soltería pensando que su vida era fabulosa, y las correspondientes noches de soledad pensando que la ausencia era aplastante.
Ya había pasado el tiempo correspondiente de los ataques de angustia en la calle, en el colectivo, en el supermercado, en el banco, y en los centros de atención al cliente de las empresas de telefonía celular. Ya había pasado el tiempo correspondiente de terapia, de Psicoanálisis, de Bioenergética, de Reiki, de Acupuntura, de Raja Yoga y de Shiatsu Zen.
Ya había pasado todo el tiempo correspondiente. Ya había pasado el tiempo. Y así, ya había vuelto a ser quien era. Ser quien era, sin ella. Sin ella en la mesa, en la cama, en el baño, en el teléfono, de su mano en el colectivo. Sin ella en los cumpleaños y fiestas. Sin ella en todas las cartas que escribía. Sin ella en todas las redes informáticas. Sin ella en sus sueños. Sin ella en todo, siempre.
Ya había pasado el tiempo, pero había algo que no pasaba. Algo que se había vuelto costumbre, casi inconciente, como meter los dedos en las bolsas de arroz recién abiertas, o golpear la puerta del baño antes de entrar aunque no hubiera nadie, o chupar la colilla del cigarrillo antes de llevársela a la boca, o apagar la luz para ducharse, o persignarse sin pensarlo frente al Congreso Nacional, o enrollar los boletos de colectivo, o memorizar la patente de los taxis que se tomaba, o enjuagar las botellas de vino antes de tirarlas.
La costumbre era que cada vez que entraba a una perfumería y veía de casualidad la colonia que usaba ella, destapaba una y la olía un rato. Y entonces todo volvía. Su pelo lacio largo y negro. El hueco entre el hombro y el cuello donde le apoyaba la boca cuando la abrazaba. La pelusita blanca y casi invisible en los lóbulos de sus orejas. Los dos hoyuelos en su espalda a la altura del sacro, que asomaban tímidos cuando levantaba los brazos.  La ropa limpia doblada prolijamente en su cajón. Sus párpados hinchados mientras dormía. Los besos de buen día recién duchada y con la frente todavía húmeda. Sus dedos. Su nombre. Su piel. Con ese olor volvía ella. Ella y todos sus olores, y los recuerdos que dormían en esos olores.
Cuando empezaba la nostalgia, cerraba la colonia y la dejaba otra vez en el estante correspondiente. Así los recuerdos volvían a sus lugares correspondientes, sin doler. Así todo quedaba en su correspondiente orden, sin molestar. Y así volvía a ser quien era. Ser sin ella, y sin querer.

Indicaciones para cruzar el río

   Para cruzar el río hay que, antes de todo, querer cruzarlo. Para eso hay que mirar la otra orilla, o por lo menos tener la confianza de que, aunque nuestros sentidos no la sugieran, está.
   Después hay que animarse a tirarse. Y entonces, tirarse. Hay que mojarse, sumergirse, enfriarse. Hay que luchar contra la corriente natural del río. Hay que ejercitar respirar, y no respirar. Hay que acalambrarse, cansarse, frustrarse, desesperarse, hundirse, sentirse morir y abandonarse.
   Pero después hay que saber que se puede seguir, y volver a mirar la otra orilla, o por lo menos, tener la confianza de que, aunque nuestros sentidos no la sugieran, está.
   Hay que entender que tal vez este río es parecido a otros ríos que ya cruzamos, pero no por eso va a costarnos menos.
   Entonces hay que recuperarse, resistir, aprender a flotar, aprender a moverse, aprender a usar la fuerza del río a nuestro favor, aprender a soportar el frío, aprender a sortear los remolinos. Y hay que nadar, nadar y nadar.
   Hay que comprender que no hay un tiempo estimado para cruzar, y tal vez no dependa de nuestra voluntad ni vitalidad, sino del antojo del río mismo.
   Hay que saber que cuánto más cerca está la nueva orilla, más nos costará alcanzarla.
   Pero llegaremos. Y cuando lleguemos hay que agarrarse fuerte a la orilla, y arrastrarse sobre ella sin dejar que el agua nos chupe otra vez el cuerpo.
   Y hay que levantarse, y sentir la tierra firme bajo los pies.
   Hay que mirar el suelo y reconocerlo, y mirar el río y reconocerlo, y mirar la orilla que dejamos y reconocerla.
   Hay que abandonar los mareos y los síndromes de abstinencia, los síntomas post-traumáticos y el miedo al éxito.
   Hay que darle la espalda al río, con su fuerza, su frío, su turbulencia, sus remolinos y sus mareos.
   Y hay que echarse a andar.