Indicaciones para cruzar el río

   Para cruzar el río hay que, antes de todo, querer cruzarlo. Para eso hay que mirar la otra orilla, o por lo menos tener la confianza de que, aunque nuestros sentidos no la sugieran, está.
   Después hay que animarse a tirarse. Y entonces, tirarse. Hay que mojarse, sumergirse, enfriarse. Hay que luchar contra la corriente natural del río. Hay que ejercitar respirar, y no respirar. Hay que acalambrarse, cansarse, frustrarse, desesperarse, hundirse, sentirse morir y abandonarse.
   Pero después hay que saber que se puede seguir, y volver a mirar la otra orilla, o por lo menos, tener la confianza de que, aunque nuestros sentidos no la sugieran, está.
   Hay que entender que tal vez este río es parecido a otros ríos que ya cruzamos, pero no por eso va a costarnos menos.
   Entonces hay que recuperarse, resistir, aprender a flotar, aprender a moverse, aprender a usar la fuerza del río a nuestro favor, aprender a soportar el frío, aprender a sortear los remolinos. Y hay que nadar, nadar y nadar.
   Hay que comprender que no hay un tiempo estimado para cruzar, y tal vez no dependa de nuestra voluntad ni vitalidad, sino del antojo del río mismo.
   Hay que saber que cuánto más cerca está la nueva orilla, más nos costará alcanzarla.
   Pero llegaremos. Y cuando lleguemos hay que agarrarse fuerte a la orilla, y arrastrarse sobre ella sin dejar que el agua nos chupe otra vez el cuerpo.
   Y hay que levantarse, y sentir la tierra firme bajo los pies.
   Hay que mirar el suelo y reconocerlo, y mirar el río y reconocerlo, y mirar la orilla que dejamos y reconocerla.
   Hay que abandonar los mareos y los síndromes de abstinencia, los síntomas post-traumáticos y el miedo al éxito.
   Hay que darle la espalda al río, con su fuerza, su frío, su turbulencia, sus remolinos y sus mareos.
   Y hay que echarse a andar.

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