Más perdida que mi propia sangre entre tanta anestesia.
Perdida.
Bien
(pero bien)
perdida.
(2004)
(imagen Leon Ferrari)
antes de convertirme definitivamente en hielo sentiré cómo las agujas que velan por los segundos agotados se me clavan en cada uno de los poros liberando una burbuja de agua y veré al lunar del cielo ponerse blanco y derretirse sobre el tajo del mar tan rápido que mis ojos se quemarán sin pausa ni dolor
Al fin tu garganta escupió al demonio que llevabas desde siempre y desde nunca. Afuera lo sacaste afuera. Y cultivaste leche y sangre dulce sangre virgen y dulce. Y tu vientre se infló de promesas de amor de vida. Y tu cuerpo se hizo cuna tu piel se hizo abrigo tu voz se hizo arrullo. Tu alma se multiplicó y tu carne también. Ya no estás sola. Ya sos dos.
Entraste. Me miraste. Respondiste. Me miraste de nuevo. Preguntaste. Nos miramos. Nos conocimos. Hablamos. Te reíste. Te acompañé. Nos fuimos. Nos reencontramos. Nos acercamos. Nos hablamos. Nos reímos. Nos coqueteamos. Nos halagamos. Nos reímos de nuevo. Nos reímos mucho. Nos soñamos.
Me miraste. Me tocaste. Entendiste. Te ilusionaste. Me abrazaste. Bailaste. Me llamaste. Me invitaste. Fumamos. Caminamos. Volamos. Nos reímos. Corrimos. Llegamos. Me llevaste. Nos reímos. Hablaste. Me miraste. Me tocaste. Dudaste. Me tocaste de nuevo. Me agarraste. Te acercaste. Me susurraste. Me escuchaste. Te reíste. Me agarraste. Me abrazaste. Te apoyaste. Te reíste.
Te besé.
Temblaste. Me hablaste. Temblaste de nuevo. Me abrazaste. Cantaste. Nos acostamos. Me acariciaste. Me tocaste. Me preguntaste. Me tranquilizaste. Me besaste. Me tocaste. Me besaste de nuevo. Me desnudaste. Nos desnudamos. Me mostraste. Me chupaste. Nos acariciamos. Me preguntaste. Nos tocamos. Me preguntaste de nuevo. Llegaste. Gritaste. Llegaste. Sonreíste. Sonreímos. Nos abrazamos. Nos dormimos. Nos despertamos. Nos bañamos. Nos vestimos. Nos desvestimos. Nos rozamos. Nos vestimos. Nos fuimos.
Me extrañaste. Me llamaste. Me raptaste. Me besaste. Me hablaste. Me susurraste. Me deseaste. Me comprimiste. Me desnudaste. Nos acostamos. Nos chupamos. Nos bañamos. Nos reímos. Nos abrazamos. Nos fotografiamos. Nos reímos de nuevo. Nos besamos. Nos imaginamos. Nos separamos. Nos extrañamos. Nos reencontramos. Nos reímos. Te reíste. Nos ilusionamos. Volamos.
Dudaste.
Bajaste.
Temiste.
Bajaste más. Dudaste más. Hablaste.
Dejaste de reírte. Dudaste de nuevo. Te arrepentiste. Te alejaste. Te entristeciste. Me advertiste. Dudaste. Temiste. Temiste mucho. Te alejaste. Te encerraste. Te cerraste. Mentiste. Lloraste. Te alejaste. Me lastimaste. Mentiste. Me lastimaste de nuevo.
Me hubiese encantado decirte cuánto me habría gustado bajar del vagón con tus versos entre mis dedos, cuánto me habría alegrado ayudarte a vivir de tu condición de poeta y alimentarte, bajo el costo mínimo de una moneda, con la propia riqueza de tus sensaciones contorneadas sobre una hoja y disfrazadas de tinta.
Me hubiese encantado abrazarte y felicitarte por poder guardar herméticamente tu frágil almita en el frasco de tus huesos, y salir a la ciudad de los sueños rotos a acribillar a balazos de belleza a los pequeños cadáveres que laten dentro de ese tren.
Me hubiese encantado mirarte a los ojos y leer esa sensibilidad extraviada y diluida en el reflejo de los automóviles, para decirte: “Yo también, Mimo, vivo de ilusiones”.
Me hubiese encantado comprar ese tesoro y absorber esa locura que depositaste sobre mi rodilla, pero en mis bolsillos no había más que llaves mal copiadas y billetes de papel higiénico. Entonces lo único que pude balbucear, nerviosa y tartamudeando por sentirte tan cerca, con la plena seguridad de arrepentirme para siempre, fue un: “Muchas gracias, pero ya me bajo”.
El 21 de Junio amaneció más temprano en Buenos Aires. Era el día más corto del año, empezaba el invierno, pero amaneció más temprano que de costumbre. Extraordinariamente temprano.
De todos modos, como nosotros ya perdimos esa percepción de los milagros cotidianos y nuestra capacidad de asombro está cada día más anestesiada, nadie se preguntó qué era lo que estaba pasando.
El 21 de Junio anocheció como siempre en Buenos Aires. A la misma hora que siempre, con las mismas luces de siempre. Y tampoco nadie se fijó en la puntualidad del sol.
Al día siguiente clareó quince minutos más tarde que el día anterior pero una hora y veinte minutos más temprano que lo habitual; y oscureció dos horas después de lo esperado para la época del año.
Al otro día se vio el alba cincuenta minutos más tarde que lo supuesto para los días más cortos de invierno; y el crepúsculo, casi a medianoche.
En lo sucesivo, hubo días en los que la luz del día duraba apenas un par de horas, y los almuerzos se disfrazaban de cenas.
También hubo días en los que el sol despuntaba en mitad de la noche, para volver a ocultarse minutos después, volviendo a asomarse con los primeros cantos del gallo.
Incluso la luna hacía lo que quería. Ya casi no salía de noche por preferir aprovechar el día; aunque nunca llegaba a verse por la claridad del cielo.
Desde ese día de Junio, y para siempre, en Buenos Aires los días nacen y mueren irregularmente.
Nadie espera que los negocios u oficinas abran y cierren exactamente a la misma hora todos los días, o que los colectivos y trenes pasen en el horario estipulado, o que la basura se recoja siempre con la misma frecuencia. Lo mismo pasa ahora con los días.
Es muy normal escuchar a la gente preguntarse “¿A qué hora anochecerá hoy?”, o “¿Te parece que para esa hora ya será de día?”, o “¿Y que hacemos si mañana no sale el sol?”. Y comentarios como “Ya me voy yendo por si se me hace de noche en el camino?”, o “¡Qué barbaridad, una noche de veintidós horas!”, u “Hoy cenamos otra vez con luz de día”, ya son moneda corriente. Lo único que regula los tiempos es el reloj, porque ya no se puede contar con las luces del cielo.
A partir de entonces, en la ciudad, éste y muchos otros fenómenos de la naturaleza dejaron de regirse por leyes para hacerse costumbres o rutinas, perfectamente violables o inexactas como las humanas, cómodamente postergables, olvidables, y sobre todo lo demás, fácilmente prescindibles.
Algún día no quedará más que el inevitable y dulce remedio de agradecerte por el amor que nos hizo inmortales, por el odio que nos hizo humanos, y por todo lo demás.
Todo vuelve, como el viento, como el calor, como la noche.
Todo vuelve, como el dolor, como la sangre, como el rencor todo vuelve.
Como las flores, aunque no son las mismas flores, como las frutas, aunque no son las mismas frutas, como el mar que no es el mismo mar, como la lluvia que no es la misma lluvia.
Nací a los 40 minutos del 4 de septiembre, tres meses antes de que volviera la última democracia al país. El médico que me atajó quería inscribirme como nacida el 3, pero fui del 4. Si era nene, hubiera sido Juan Bernardo, pero fui nena, y fui Josefina. Y dos años después fui Pepa, bautizada por una tía. Y Pepa soy todavía, más que Josefina.
Escribí mi primera poesía a los 10 años. Y creo que todavía no escribí la última.