El nuevo cielo



A Violeta Battista


El 21 de Junio amaneció más temprano en Buenos Aires. Era el día más corto del año, empezaba el invierno, pero amaneció más temprano que de costumbre. Extraordinariamente temprano.

De todos modos, como nosotros ya perdimos esa percepción de los milagros cotidianos y nuestra capacidad de asombro está cada día más anestesiada, nadie se preguntó qué era lo que estaba pasando.

El 21 de Junio anocheció como siempre en Buenos Aires. A la misma hora que siempre, con las mismas luces de siempre. Y tampoco nadie se fijó en la puntualidad del sol.

Al día siguiente clareó quince minutos más tarde que el día anterior pero una hora y veinte minutos más temprano que lo habitual; y oscureció dos horas después de lo esperado para la época del año.

Al otro día se vio el alba cincuenta minutos más tarde que lo supuesto para los días más cortos de invierno; y el crepúsculo, casi a medianoche.

En lo sucesivo, hubo días en los que la luz del día duraba apenas un par de horas, y los almuerzos se disfrazaban de cenas.

También hubo días en los que el sol despuntaba en mitad de la noche, para volver a ocultarse minutos después, volviendo a asomarse con los primeros cantos del gallo.

Incluso la luna hacía lo que quería. Ya casi no salía de noche por preferir aprovechar el día; aunque nunca llegaba a verse por la claridad del cielo.

Desde ese día de Junio, y para siempre, en Buenos Aires los días nacen y mueren irregularmente.

Nadie espera que los negocios u oficinas abran y cierren exactamente a la misma hora todos los días, o que los colectivos y trenes pasen en el horario estipulado, o que la basura se recoja siempre con la misma frecuencia. Lo mismo pasa ahora con los días.

Es muy normal escuchar a la gente preguntarse “¿A qué hora anochecerá hoy?”, o “¿Te parece que para esa hora ya será de día?”, o “¿Y que hacemos si mañana no sale el sol?”. Y comentarios como “Ya me voy yendo por si se me hace de noche en el camino?”, o “¡Qué barbaridad, una noche de veintidós horas!”, u “Hoy cenamos otra vez con luz de día”, ya son moneda corriente. Lo único que regula los tiempos es el reloj, porque ya no se puede contar con las luces del cielo.

A partir de entonces, en la ciudad, éste y muchos otros fenómenos de la naturaleza dejaron de regirse por leyes para hacerse costumbres o rutinas, perfectamente violables o inexactas como las humanas, cómodamente postergables, olvidables, y sobre todo lo demás, fácilmente prescindibles.

(2003)

(foto Corbis)

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